SOBRE EL AMOR, LOS SENTIMIENTOS Y LAS EMOCIONES

Hoy he vuelto a leer parte de un libro que leí hace muchos decenios. Alguna vez vi una película basada en el mismo libro, David Copperfield, de Charles Dickens. Volver a leer esta obra me hizo recordar mi propia niñez, mi ciudad natal (Mulchén)y el viaje a Santiago, la capital de Chile,  mi fuga frustrada del hogar materno cuando sólo tenía unos ocho años, mi huida de enemigos siniestros en mi adolescencia y mi posterior rendición.

Volví a recordar el olor de los árboles de eucaliptos, el sabor de los digüeñes, las enormes y jugosas manzanas de Picoltué, los piñones, las castañas y el peumo. Volví a ver las aguas cristalinas deslizándose por las rocas en el río Bureo; las canoas en el cerro que llegaban al molino; el puente donde mi madre lavaba la ropa, hincada de bruces y los y sus delgados brazos en la fuerte corriente de agua; la escalera por la que subíamos al convento franciscano cada domingo para asistir a misa o para rezar el rosario cuando había novenas en honor a la Virgen María u otros santos o el «Niño Jesús». Volví a sentir la grata sensación como si de nuevo oyera a una bella profesora en el bosque a la salida del pueblo, cuando nos mostraba las letras del alfabeto. Volví a sentir en mi piel la caricia de las aguas del lago Laja, anterior al Salto del mismo nombre.  Al ver el vídeo que encontré en Internet sentí una especie de nostalgia, alguna lágrima intentó deslizarse por la mejilla pero no logró formarse.  Un corazón endurecido impide a veces que las lágrimas maduren.  Las imágenes del vídeo son de un pueblo moderno, con nuevas edificaciones y automóviles. El Mulchén que recuerdo era distinto, con caballos y carretas tiradas por bueyes. Pero algunas cosas se podían reconocer. Fue como retroceder un poco en el tiempo y quedarse allí como para volver a iniciar la vida.

Volviendo a David Copperfield, no pude evitar hacer una comparación entre la vida de ese muchacho y mi propia vida. La huida del hogar, la búsqueda de un familiar, el trabajo a temprana edad. En cuanto a las diferencias, la mayor de ellas es que yo nunca tuve alguien que se pudiera encargar de mí.  Fui yo quien se tuvo que encargar de otras personas cuando era sólo un niño. Pero se puede vislumbrar algunos paralelos, sobre mis experiencias con profesores e inspectores. Uno de esos paralelos es el comportamiento de algunos de profesores, crueles verdugos que disfrutaban torturando a los alumnos. Uno era de apellido Campos, en la escuela de Santa Teresita del Niño Jesús, en la Comuna de Conchalí, que actualmente es la Comuna Independencia.  Ese profesor tenía una amplia variedad de formas de tortura. Una de ellas era apretar la nariz. El muy bellaco preguntaba cómo queríamos que nos apretara la nariz, «si toda o sólo la puntita». En ambos casos el sufrimiento era enorme, porque producía mucho dolor. Campos tomaba la nariz entre sus dedos índice y anular y apretaba con fuerza. Tenía una facilidad extraordinaria para usar sus dedos como potentes tenazas. Luego la usaba como palanca para levantar todo el cuerpo de la víctima, que se veía obligada a ponerse de puntillas, intentando evitar mayor dolor. Pero entonces el profesor Campos giraba su mano hacia la derecha y el niño torturado debía girar la cabeza. Era un juego cruel en el que la mayoría de los demás alumnos  a veces participaban con entusiasmo, especialmente si la víctima era alguien del que solían burlarse, como era en mi caso, puesto que yo era diferente a ellos. Yo no jugaba mucho en los recreos y muchas veces me ponía a leer el misal o una de las decenas de revistas de Vidas Ejemplares que me daba el Hermano Lorenzo. Era una especie de «mateo» sin suerte, porque lo único que dominaba eran los conocimientos de religión. Otro torturador era un tipo rechoncho y barrigón, con un grueso bigote negro al que todos los alumnos llamaban «Chanchulín», porque tenía un aspecto de cerdo, con una cara sucia y grasienta. Ese sujeto era uno de los encargados de vigilar y espiarnos cuando hacíamos la formación de los lunes para entonar la canción nacional o cuando jugábamos en algunos de los patios cercanos a las aulas. Su especialidad era tirarnos de las patillas (el pelo que está al lado de las orejas). Chanchulín tenía la apariencia de un detective, que se fijaba en todos los detalles que pudieran implicar (en nuestro caso) algún tipo de intento de alboroto. El astuto «sabueso» husmeaba desde lejos y movía la vista de un lado a otro, de un grupo de muchachos a otro, hasta que localizaba a una víctima. Cuando lo lograba, buscaba sus ojos o lo llamaba y luego lo hacía ir hacia donde estaba él, moviendo su dedo índice, con suaves movimientos, inclinado hacia arriba. Cuando el alumno elegido estaba frente a él, lo miraba sonriendo, o con una cara agria, dependiendo de la situación. Luego le tomaba las patillas y empezaba a jalar hacia arriba. Con una paciencia asombrosa iba subiendo lentamente, estudiando la reacción del niño y gozando del momento. Sus ojos brillaban y se podía ver toda su dentadura como perro que hinca los colmillos en su presa. Pasaban largos segundos y hasta más de un minuto, a veces más. Chanchulín no soltaba a su víctima hasta que no viera que las lágrimas empezaban a invadir sus ojos del niño y resbalaban por las mejillas. Una vez terminado su «trabajo» se ponía a buscar a la siguiente víctima, mientras los muchachos hacían morisquetas y se mofaban de él a sus espaldas, deseándole el infierno.

Los recuerdos de lo anterior y de muchos otras vivencias en mi niñez y en mi etapa adulta, con abusos, engaños y estafas de todo tipo de parte de gente inescrupulosa, tal vez me han convertido en una especie de hombre de piedra. No podría afirmar que soy asocial o introvertido, pero no participo mucho de las emociones, de las alegrías o de la tristeza de otra gente. No me emociono fácilmente si gano algún premio en la lotería o si logro algún tipo de éxito, de cualquier tipo. No me alegro cuando hay días de fiesta, ni siquiera para el Año Nuevo, ocasión en la que me gusta estar completamente solo son mis recuerdos. Si bien algunas noticias desagradables me entristecen un poco, esa tristeza no perdura. Si alguien pretende atacarme o me insulta puedo reaccionar en forma firme, alistándome a contraatacar o me quedo tranquilo, reflexionando sobre la conveniencia de castigar al atacante o evitar cualquier tipo de violencia. Tengo más temor de lo que pueda hacer yo que lo que me puedan hacer a mí. Un golpe equivocado podría ocasionar mucho daño y desencadenar una serie de acciones sin fin, con consecuencias graves.

Detalles que para muchas personas son importantísimas, para mí no tienen nada de relevante. Soy insensible y nada de romántico, aunque en alguna época lo fui. No me gustan los deportes de masas, aunque algunas veces puedo ver algún partido si se trata de una competencia mundial. Pero jamás vibro con el triunfo de equipo alguno.

No creo en el amor, porque considero que cada cual se ama a sí mismo, en forma egoísta. Me refiero en este caso al amor entre un hombre y una mujer, no a otros tipos de amor, como el filial, aunque también hay similitudes en cuanto a los verdaderos sentimientos. La gente miente fácilmente y dice «te amo» e incluso agrega la palabra «mucho», como si el amar tuviera distintos grados de intensidad. Pero lo que llaman amar no es nada más que un deseo de satisfacer los propios anhelos, deseos o aspiraciones. Amar es sentir algo por alguien sin esperar nada a cambio, pero la gran mayoría de las personas que dicen amar sólo esperan una retribución, sea ésta material, sexual o espiritual, como admiración, agradecimiento o reconocimiento. En muchos casos, las personas que más afirman amar son las que menos aman. Detrás de sus promesas y afirmaciones puede haber intenciones ocultas para sacar provecho de una situación o de una relación. Hay mujeres y hombres que son capaces de planificar hasta el más mínimo detalle la forma de apropiarse del dinero o de los bienes de otra persona.

Por supuesto que se puede querer a una persona. Pero ese querer es deseo de ser querido. Es una especie de trueque de sentimientos. Y puede ser hermoso estar con alguien, vivir con ese alguien y llegar a tener hijos. Todo eso en el marco del respeto mutuo y de la de distribución y participación de responsabilidades. Pero amar es la utilización de un verbo mucho más importante. Amar va más allá que el simple deseo de ser correspondido o de obtener un beneficio material o espiritual. Amar es poder sacrificarse por la felicidad de alguien, por ejemplo.

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